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ISLANDIA SE QUEDA SIN FELICIDAD
Una caminata por algunos parajes de Islandia es el equivalente a un paseo lunar, y, en cambio, apenas una hora en el despacho del ministro de Finanzas islandés devuelve inmediatamente a tierra: papeles amontonados, revistas, el molesto y continuo tableteo de un teléfono móvil, un desorden organizado alrededor de un ordenador de mesa y, sobre todo, unas tremendas, estupendas pantuflas que dominan el escenario desde un rincón e inducen a pensar que su dueño se pasa el día entero en el ministerio. "Y la mayoría de los fines de semana desde hace meses; y lo que queda por delante", resopla el ministro. No es para menos. Los islandeses se fueron a dormir un martes de octubre de 2008 como los más felices del mundo -y entre los más ricos, aunque suene redundante- y despertaron al día siguiente con el país en bancarrota, asfixiados por las deudas, golpeados por el paro. Quince meses después, donde reinaba la felicidad, según varios estudios académicos serios e incluso la ONU, hay ahora frustración, desesperación. Ira.
"Aquí lo llamamos kreppa: ésa es la áspera variedad de la crisis del Atlántico Norte, con los grandes bancos y algunos políticos como directores, productores, guionistas y acaparando los papeles estelares", trona Eirikur Bergman, director del Centro de Estudios Europeos en Reikiavik, la fría -pero al cabo no tan fría- capital islandesa.
Esta historia empieza a finales de los ochenta. Un país casi autárquico, que peleaba con Irlanda por el dudoso honor de encabezar los índices de pobreza en Europa occidental, dependiente en extremo de sus recursos naturales, decide dividir sus capturas pesqueras en cuotas, las trocea, las reparte entre unos pocos y crea de la nada un puñado de multimillonarios. Esa jugada estrena una era de crecimiento, que incluye la entrada en el espacio económico europeo, y a finales de los noventa los islandeses son ya comparativamente tan ricos como los alemanes. No es suficiente: hace justo 10 años, el país da un inesperado golpe de timón para convertirse en una economía basada en los servicios financieros; "en el Wall Street del Ártico", resume el economista Magnus Skulasson.
El Estado privatiza los tres grandes bancos -en un cóctel con ingredientes de nepotismo, capitalismo de amiguetes en los puestos directivos, muy laxos controles regulatorios-, los deja en manos de gente sin apenas experiencia (Islandia no es Suiza) y el sistema financiero se adentra en una bacanal de excesos. Con el país encaramado a lo más alto de los índices de libertad económica, los banqueros se lanzan a comprar empresas en toda Europa, se endeudan hasta las cejas, atraen capitales de todo el mundo, pagan salarios estratosféricos, celebran sonadas fiestas con superestrellas regadas con champán...
Crecen a toda velocidad en un relato de colosal locura, en el que son capaces de encontrar formas complejas de disimular los riesgos y, de paso, convierten a sus habitantes en hijos predilectos de Milton Friedman y del modelo neoliberal. Hasta que el vendaval de la crisis se los lleva por delante. A los bancos y, con ellos, a todo el país.
Islandia pasó en unas horas de modelo de libre mercado a la bancarrota sin solución de continuidad: "Un caso de libro sobre el nivel de toxicidad que resulta de combinar desregulación y laissez faire, libre movilidad de capitales y una oligarquía empresarial y financiera que, con el apoyo del Gobierno, se comportaba como una banda de vikingos temerarios dispuestos a todo para conquistar el mundo", describe con indisimulada acritud Halla Tómasdóttir, presidenta de Audur Capital y activista islandesa. Pero es evidente que la desmesurada ambición del capitalismo en los últimos años no es patrimonio del pequeño país nórdico. En Nueva York, en Londres, en Tokio y en la Costa del Sol sucedió algo parecido, con las correspondientes mutaciones locales de ese virus general y potencialmente mortífero.
Los milagros económicos de ayer (Islandia, Irlanda, Estonia, tal vez España en algún sentido) suelen ser los casos perdidos de hoy. En Islandia, el factor diferencial es el tamaño: el balance de los tres grandes bancos llegó a multiplicar por 10 el PIB en los años en los que el país volaba alto, una cifra que no resiste comparación. Cuando esos números empezaron a despertar recelos y a poner en peligro la formidable expansión económica, el presidente islandés, Olafur Grimsson, decretó la supremacía del empresariado vikingo: hombres capaces de arriesgar más, de endeudarse más, de competir con las mayores plazas financieras sin pestañear. Una campaña de propaganda en toda regla que dio los resultados esperados: Moody's otorgó la consabida triple A (la máxima calificación de solvencia) a la banca islandesa en 2007, y las entidades se lanzaron a captar depósitos en toda Europa para paliar sus crecientes dificultades de financiación en los mercados.
Pero no son sólo los bancos. En el momento de mayor exuberancia, el país entero les sigue. Vaya si les sigue: las empresas, las familias y el Estado se endeudan por encima de sus posibilidades, con préstamos en moneda extranjera o ligados a la inflación y demás innovaciones financieras. El cuento de la lechera, el ungüento de serpiente, el crecepelo dorado islandés, el relato que la gente creyó se basaba en esa osadía, esa exuberancia vikinga, esa valiente superioridad unida a la supuesta infalibilidad del capitalismo libertario y de las innovaciones financieras, que prometían un futuro sin sobresaltos. Cuando llegó el petardazo: la quiebra de Lehman Brothers secó el océano de liquidez que inundaba el sector financiero mundial. Y de la noche a la mañana quedó claro que los bancos islandeses estaban nadando desnudos y sin salvavidas. No pudieron hacer frente a sus obligaciones de pago y quebraron: sólo el agujero de Lehman Brothers supera el castañazo de los tres grandes bancos del país tomados como uno solo. El Estado, con apenas 330.000 contribuyentes, tampoco pudo inyectar dinero para mantener a flote semejante castillo de naipes y los países europeos miraron hacia otro lado: en realidad, miraron hacia sus propios bancos, metidos en muchos casos en el mismo cenagal. Los bancos (especialmente los de los países más pequeños) son internacionales hasta que quiebran. Entonces son nacionales.
Toda generalización es errónea (incluida ésta), pero Islandia es un ejemplo paradigmático de una gran, una tremenda verdad: antes o después, todas las burbujas estallan; antes o después, la codicia se convierte en temor, y el crash acaba dejando un (nuevo) reguero de víctimas. Islandia fue la primera. Y está lejos de armar el complejo puzzle de la recuperación.
El que hace apenas dos años era el país más feliz del mundo es hoy un manojo de nervios. Los islandeses no acaban de decidir con quién están más indignados, si con los bancos o con los políticos. La economía ha estado en caída libre durante meses, con la inflación disparada. Hay controles de capital. La moneda se ha desplomado. El consumo se ha hundido. Proliferan las tiendas vacías. Y los edificios a medio construir; también aquí hay burbuja inmobiliaria. El agujero del déficit y la deuda pública obligan a subir impuestos en plena recesión. El desempleo está en máximos históricos y en apenas un año ha escalado del 1% al 8% (cifra risible con coordenadas españolas, pero increíble por estos lares), y superará la cota del 10% en 2010. En fin, Islandia se pasea por el precipicio después de una década de excesos con la banca como mascarón de proa.
"De golpe, hemos perdido una década: hemos vuelto donde estábamos 10 años atrás en calidad de vida, en poder de compra", reconoce el dueño de las zapatillas del primer párrafo, el ministro Sigfusson, conocido por haber repetido durante años, en la oposición, que todo era un espejismo.
El seísmo fue de tal magnitud que provocó una pequeña revolución y derivó en un cambio de Gobierno, una coalición de socialdemócratas y verdes, en los que milita Sigfusson. Y el nuevo Gobierno tuvo que pedir prestado al FMI, que tutela la política monetaria y la fiscal con las recetas habituales. Con un desafío mayúsculo como envenenada guinda final: uno de los tres grandes bancos, cuando ya no podía financiarse en los mercados, abrió una sucursal por Internet -denominada Icesave, ahorros congelados en traducción libre- y captó miles de millones de euros en Holanda y Reino Unido. Ahora los dos países reclaman esa deuda: casi 4.000 millones de euros a pagar en 15 años con intereses del 5,5%. El Ejecutivo acaba de firmar el acuerdo. Nada es gratis: es el contribuyente quien tiene que pagar. "Toca a 50.000 euros por familia, poco más o menos, y todo eso con la gente viéndole las orejas al paro y con serias dificultades para hacer frente a las deudas (en moneda extranjera o ligadas a la inflación, lo que complica las cosas por la devaluación de la corona y la inflación)", describe el economista Jon Danielsson, de la London School of Economics. "Se trata de un acuerdo a todas luces injusto y que puede llevar a la ruina a centenares de familias", advierte.
El Gobierno cedió a las pretensiones de británicos y holandeses para no retrasar los planes de rescate internacionales, pero el presidente -el mismo del orgullo vikingo y un cargo en teoría no ejecutivo, similar al Rey en España- marcó hace unos días una línea en el hielo: no quiso sancionar la ley que mete a los ciudadanos en una suerte de prisión de deuda. 60.000 personas (de los 330.000 islandeses) argumentan, con razón, que el acuerdo es abusivo en una carta demoledora que ha provocado la convocatoria de un referéndum. El lío es monumental. "La pregunta no se ha formulado aún, pero podría sonar así: ¿acepta usted pagar 50.000 euros por familia por los desmanes que cometieron los bancos, con un tipo de interés por encima del de mercado y con cláusulas que podrían darle las llaves de la economía al Reino Unido y Holanda si finalmente no hay dinero para pagar?", describe Skulasson, uno de los que organizaron la contestación popular. La respuesta es previsible: no.
La consecuencia es aún más incertidumbre, justo lo contrario de lo que se necesita para la resurrección de la economía. Pero el trato no convence a casi nadie. El profesor Bergmann traza un paralelismo con un hipotético caso en España: "Se trata de forzar a asumir un acuerdo intragable a gente que no tiene responsabilidad legal ni moral sobre los desvaríos de los banqueros. ¿Cómo se sentirían los españoles si se vieran obligados a pagar casi la mitad de la riqueza que produce España en un año en caso de que el Santander quebrara en Reino Unido tras una gestión desastrosa?".
La historia tiene ribetes delirantes. Los británicos precipitaron la quiebra de la banca islandesa al aplicarle la ley antiterrorista en octubre de 2008, para evitar una repatriación de capitales como la que llevó a cabo Lehman Brothers con su filial británica, y ahora, junto a los holandeses, aprietan todas las clavijas: presionan a la UE, al FMI, a los países escandinavos y, cómo no, al Ejecutivo islandés. Detalles como ése han desatado una oleada de indignación. "Los islandeses quieren pagar, y van a pagar, pero con un acuerdo justo. Con tanto ruido, los jóvenes empiezan a emigrar, las empresas no invierten, los consumidores no consumen. El referéndum, además, retrasa las ayudas del FMI y de los vecinos escandinavos", sostiene Halla Tómasdóttir. "Se trata de una espiral muy difícil de romper. Y lo más diabólico es que, sea cual sea la respuesta, Islandia sale perdiendo: el sí dejaría una factura colosal para la próxima generación; y el no supone una crisis política, deja al Gobierno pendiente de un hilo y pone en cuestión el plan de rescate internacional y el debate sobre la entrada en la UE; al cabo, eso dejará una cicatriz aún más profunda. Demos gracias a los bancos, que nos metieron en este embrollo", remata.
Sigfusson, el titular de Finanzas -geólogo de formación y un hombre preparado, firme y decidido, capaz de hablar varias lenguas, como muchos islandeses-, admite que la cólera popular es comprensible: "El acuerdo no es justo. Pero desgraciadamente eso es lo que ocurre en cualquier crisis financiera: los Estados salen al rescate y los contribuyentes son quienes pagan la cuenta por la irresponsabilidad de los banqueros. La cuestión es que se trata del mejor trato que hemos podido conseguir en este momento. Y que si no desbloqueamos este problema, se presentarán otros: necesitamos una segunda ronda de ayudas y acabar con la incertidumbre asociada a la economía para salir adelante". Inmediatamente, pasa al ataque: "El problema es que si vemos la crisis en su conjunto, Icesave es tal vez el cuarto o el quinto problema de Islandia y le dedicamos el 150% de nuestro tiempo y de nuestra energía". "Es menos importante que las pérdidas en el banco central, que los problemas derivados del endeudamiento privado o del enorme déficit público. Pero el foco está puesto en el acuerdo con Reino Unido y Holanda. La gente cree que ése es el problema. Y no es verdad: es sólo una parte, que debe resolverse ya para acometer el resto. Es algo intencionado, claro: los partidos del anterior Gobierno prefieren quedarse en este debate y no reconocer los errores cometidos, los efectos perversos de la desregulación descontrolada, las privatizaciones, el pésimo trabajo de supervisión o la deuda pública acumulada".
Reikiavik tiene poco más o menos el tamaño de Alicante (Islandia entera tiene una superficie similar a Andalucía). Desde el ventanal que preside el despacho del ministro se ve a lo lejos un paisaje impresionante: las montañas, el mar, un puñado de casas bajas entre las que destaca el edificio del banco central. A apenas 150 metros del ministerio, el gobernador, Mar Gudmúnsson, define la situación como "una compleja saga con muchos capítulos". Gudmúnsson prepara un viaje a Alemania para participar en una sesión con un encabezamiento muy literario: Misterios islandeses. "Esa frase es más acertada de lo que muchos piensan", argumenta. Al cabo, una comisión parlamentaria investiga lo que pasó y presentará en breve un informe que se adivina demoledor. Y también está en marcha una investigación criminal que dirige la francesa Eva Joly. Ahí terminan las bromas del gobernador: "La economía islandesa cerrará el conjunto de 2010 en recesión, tras caer casi un 8% en 2009, aunque la economía podría darse la vuelta a final de año. Pero ocurre que, justo cuando empezaba a estabilizarse, vuelve la incertidumbre: el referéndum sobre Icesave puede afectar esas previsiones". "Puedo entender el tremendo enfado de la gente con los bancos y con los supervisores", añade, "pero estamos contemplando la venganza del exceso: los niveles de vida han caído al nivel de muchos años atrás". Gudmúnsson, que llegó al banco central de la mano del nuevo Gobierno, remacha abriendo la puerta al optimismo: "Hay que aprender de esto, recordar que Islandia ya ha salido de otras crisis y que también ahora se dan las condiciones para salir de ésta".
Y así es. Cuando pase la tormenta y los islandeses se recuperen del tremendo sopapo de realidad, seguirán teniendo uno de los mejores sistemas de salud del mundo. Un gran sistema educativo. Admirables infraestructuras. Y una renta per cápita similar a la de los grandes países europeos, a pesar del tijeretazo, de la discutible gestión política. A pesar de todo. Incluso en mitad de la peor recesión que se recuerda, las exportaciones y el turismo se han convertido en un bálsamo, al calor de la devaluación de la corona. El representante del FMI en Islandia, Franek Rozwadowski, explica que aun ahora el país impresiona por "una población muy joven con un alto grado de formación, con idiomas, con gran capacidad de trabajo; empresas de alta tecnología en varios sectores, con una competitividad creciente por la devaluación y una gran vocación exportadora. Por no hablar de los recursos naturales, de las energías limpias, del potencial de sus plantas de aluminio y de la industria pesquera".
La paradoja es que, a pesar de ese inmenso capital que no se va a evaporar como hicieron algunos activos financieros, "queda crisis para rato", explica Ásgeir Jónsson, economista jefe de uno de los grandes bancos, Kaupthing, transformado tras la crisis -y una buena inyección económica- en Arion, un nombre que recuerda vagamente a algún personaje de Tolkien. Arion es el único de los tres grandes bancos que se aviene a hablar con este periódico, en una larga entrevista que se desarrolla en un coqueto despacho acristalado de la estupenda sede de la entidad. Jónsson acaba de publicar un libro excelente, Why Iceland?, con todas las claves de lo que ha pasado. Además, es hijo del ministro de Pesca: así suele ser en esta pequeña comunidad donde todo el mundo se conoce, donde todas las familias tienen a alguien en la banca, en la industria pesquera, a alguien metido en política. Admite errores; habla del futuro con una mezcla de realismo, orgullo y cariño por su país; escruta las relaciones con Europa con pragmatismo; opina con agudeza de cualquier cosa con franca naturalidad. Y cuando se le pregunta por la ira y la frustración de los islandeses para con los banqueros, esboza media sonrisa y lanza una mirada azul: "Bueno, los banqueros no son populares en Islandia ni van a serlo durante mucho tiempo después de lo que ha pasado, ésa es la verdad. Pero, dígame, ¿dónde lo son? ¿Dónde?".
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